Capítulo uno: Diez segundos de miedo.
—¡Mierda!
El eco de la voz de aquella mujer resonó con fuerza, seguido del estruendo de una puerta al estrellarse contra la pared, lo que sacudió las ventanas de la casa. Gracias a ello, el lugar despertó de golpe y salió de su quietud por la repentina irrupción.
Pronto dos figuras femeninas cruzaron el umbral. El agua goteaba de sus cabellos, y la ropa, mojada y oscura, se adhería a sus cuerpos igual que una segunda piel.
La mujer más alta cerró la puerta de una patada, frenando el viento que rugía con insistencia. Sin embargo, su prisa no se debía solo a la tormenta que bramaba afuera, sino al hombre inconsciente que cargaban a cuestas.
Apenas lograban sostenerlo. Pero, pese al agotamiento, lo arrastraron con cada gramo de fuerza, luchando contra la urgencia de la situación y el frío que les calaba los huesos. En cuanto lograron ponerse a resguardo, les importó muy poco ensuciar el suelo de la entrada y dejar una estela fangosa tras ellas.
No encendieron la luz. No tenían el tiempo ni las manos libres. El momento era demasiado crítico y la figura inerte del hombre les exigía algo que ya casi no les quedaba: resistencia.
Con dificultad, avanzaron a tientas por el estrecho pasillo que conectaba la entrada con la estancia. Solo los relámpagos, intermitentes y feroces, iluminaban de vez en cuando el espacio, proyectando pesadas sombras distorsionadas que se alargaban a su alrededor.
De pronto, una de ellas tropezó. Su pie chocó brutalmente contra la esquina de un sillón perdido en la penumbra, y dejó escapar una maldición ahogada, luchando por no desplomarse en el suelo.
La otra mujer, que sostenía la parte superior del cuerpo del hombre, se detuvo de inmediato, tambaleándose bajo el peso que ahora cargaba sola. Los brazos le dolieron por la tensión, y el hombre, inerte, colgó pesadamente de sus brazos, igual que un ancla que tiraba de ella hacia abajo.
Apoyada solo en su fuerza de voluntad, apretó los dientes y mantuvo el equilibrio, casi sin aliento.
—Creo que me rompí el dedo —Se quejó, malhumorada—. Hace días te dije que moviéramos este maldito sillón…
—¿En serio vas a preocuparte por eso ahora? —respondió la otra, claramente estresada—. Tenemos problemas más serios, ¿no te parece? Por favor, solo falta un poco más…
—Oye —resopló, esforzándose por sujetar de nuevo las piernas del hombre, aunque con clara dificultad por el dolor del dedo lastimado—, sé que te dije que eres la única persona en el mundo a la que le ayudaría a esconder un cadáver, pero no pensé que lo tomarías tan literal.
La ironía en sus palabras era imposible de ignorar. A pesar de la tensión, un destello de humor oscuro apareció en sus rostros, y ambas esbozaron una breve sonrisa. Por supuesto que no había espacio en sus mentes para reírse de verdad, pero al menos serviría como un respiro de lo que estaba sucediendo.
—No es un cadáver, Pau —murmuró la otra, con la mandíbula apretada—. Al menos no todavía...
Finalmente, tras lo que se sintió como una eternidad, alcanzaron la recámara del fondo y lograron dejar al hombre sobre la cama. Una vez hecho, las dos mujeres se desplomaron de rodillas a su lado, exhaustas. Entonces, después de un rato, tras recuperar el aliento, Paulina apoyó una mano en el borde del colchón, intentando ponerse de pie.
—Si sobrevive, me debes una enorme, Fer…
Fernanda, sin apartar la mirada del hombre, soltó un suspiro largo y agotado. Aun así, con la poca energía que le quedaba, también se levantó y se inclinó ante él con la intención de inspeccionar su estado. A su vez, Paulina se encargó de encender la luz. Solo entonces lo vio con claridad: su rostro estaba pálido, el agua corría por su frente y se mezclaba con un hilo de sangre que brotaba de una herida abierta sobre su ceja derecha, que creaba un contraste alarmante contra su piel blanquecina.
—¿Qué hacemos ahora, Paulina? —La voz de Fernanda era apenas un susurro tembloroso, cargado de angustia.
Paulina trató de calmarse. Respiró hondo, con la mente trabajando a toda velocidad. Le quedaba claro la razón por la cual Fernanda acudió a ella antes que a cualquier otra persona: además de vivir juntas y verse como hermanas, confiaba en su habilidad como paramédico de la Cruz Roja.
Pero si bien era cierto que portaba el uniforme con orgullo, apenas era novata; su experiencia práctica era mínima. En una situación tan crítica, cualquier error sería fatal. Y la presión de esa responsabilidad hizo que le temblaran las piernas.
El silencio entre ambas mujeres se volvió pesado.
Paulina cerró los ojos, tratando de acallar el caos en su mente. Cierto que aquello estaba mal en más de un aspecto: porque cada cosa que aprendió, cada regla y protocolo que grabó en su memoria, se desmoronó en cuestión de segundos.
No avisaron a las autoridades ni llamaron a emergencias. Y desde el principio omitió la evaluación primaria, que era la base primordial de cualquier atención médica. Tampoco revisó la columna vertebral para descartar lesiones mayores, ni estabilizó al hombre y lo movieron sin las mínimas precauciones.
Todo lo que no debía hacerse con un paciente tras un accidente, lo hizo. ¿Pero qué otra opción les quedó? Las circunstancias no les permitieron actuar de otro modo.
La tormenta, la prisa, el pánico… todo conspiró en su contra, empujándolas a actuar. Como amiga hizo lo correcto al ir en auxilio de Fer, aunque tomó decisiones riesgosas. Decisiones que, en otras circunstancias, jamás se hubiese permitido considerar.
Paulina se obligó a apartar esos pensamientos. La vida de aquel hombre estaba en sus manos ahora, y necesitaba aferrarse a la formación que tanto esfuerzo le costó aprender. Por lo que, al abrir los ojos, recordó el procedimiento de emergencia: A-B-C-D-E¹
—Primero me voy a asegurar que esté estable.
—¿Qué necesitas? —preguntó Fer que, a pesar del nerviosismo, no vaciló.
—Voy a revisar sus vías aéreas. Corre por mi mochila de trabajo —respondió de inmediato.
Sin dudarlo, Fer cumplió la petición, apresurándose a buscar el equipo. Regresó casi de inmediato con la pesada mochila en sus manos y se la tendió.
Paulina, como paramédico certificado, hizo de sus herramientas de primeros auxilios un compañero indispensable. Dada la falta de apoyo en las instituciones médicas, que era pan de cada día, ella misma se encargó de equiparse con tal de enfrentar cualquier emergencia. Entonces sacó un estetoscopio, unos guantes de látex, una linterna y unas tijeras de trauma².
Tras ponerse los guantes, con las tijeras cortó la extraña camisa del herido dejando al descubierto un torso lleno de moretones. Las marcas eran espantosas, pero nada parecía estar roto; hasta cierto punto era un alivio, aunque el susto aún la mantenía alerta.
—Wow…
—¿Qué? —inquirió Fer, acercándose un poco más, curiosa y preocupada a partes iguales.
—Mira esos abdominales... —dijo Paulina, dejando de lado el horror del estado del hombre por un instante.
—¿Te volviste loca? —Fer la regañó, incrédula—. Tenemos a alguien mal herido aquí, ¿y tú te impresionas por eso?
—Bueno, solo era una observación.
Recobrando la compostura, luego de comprobar que el desconocido respiraba sin dificultad, se centró con cuidado sobre el torso del hombre y movió los dedos metódicamente, alerta ante cualquier irregularidad. Presionó suavemente en puntos clave, en busca de signos de trauma interno: fracturas, hematomas profundos, o la temida rigidez que indicaba una hemorragia interna.
El hombre gimió débilmente cuando sus dedos pasaron por el lado derecho de su abdomen. Aquello le indicó que, a pesar de que estaba inconsciente o casi, aún respondía a estímulos, lo cual era buena señal. Aun así, no le tranquilizaba del todo; el gemido podía ser tanto por dolor localizado como por una señal de algo más grave.
Aunque, en el fondo, sabía que solo en un hospital serían capaces de confirmar su diagnóstico.
Fernanda, por su parte, solo se limitó observar, porque no le quedaba más remedio que esperar a que su amiga terminara la evaluación inicial.
—Estará bien, ¿verdad? —preguntó Fernanda, su voz sonó cargada de una frágil esperanza.
—No noto fracturas: ya es ganancia.
Paulina siguió examinándolo: desde la reacción de las pupilas a la luz, hasta el hecho de generar respuestas verbales, sin éxito en esto último. De pronto las quemaduras en las manos del hombre llamaron su atención. Aparentemente no eran tan profundas, pero se extendían más allá de las palmas, alcanzando parte de los antebrazos. ¿Quemaduras? ¿Cómo demonios se quemó si lo atropellaron?
Su rostro también mostraba rastros de hollín, como si hubiera estado cerca de un incendio o hubiese respirado humo. Una leve línea negra cubría su frente, mezclándose con la sangre de la ceja. Esto no era solo un atropellamiento. Este tipo pasó por algo mucho peor antes de toparse con Fernanda.
Además, la herida en el hombro le preocupaba. Aunque no era lo suficientemente profunda para ser letal, el hecho de que continuara sangrando la inquietaba. Al tocar el área con cuidado, sintió la carne desgarrada bajo sus dedos y vio que la sangre manchaba sus guantes. Tendría que presionar para detener el flujo.
—¿Crees que estaba huyendo de algo? —preguntó con duda.
Paulina levantó la vista hacia ella, transmitiéndole su inquietud aun si decir nada. La idea sonaba de lo más probable, pero también terrorífica. Si aquel tipo estaba huyendo de alguien o de algo antes de ser atropellado, ¿qué o quién era? Y, más importante, ¿aún seguiría cerca?
—Quizá —admitió Paulina, volviendo a concentrarse en su labor—. No me da la impresión de que sea un simple peatón atropellado. Las quemaduras, el hollín… sin duda se metió en algo raro antes de que te lo encontraras.
—Cuando lo vi, estaba asustado. Muy asustado.
—¿Y si lo llevamos a la policía?
—¡No! —exclamó Fernanda, aterrada—. Lo atropellé, Pau. Iría a la cárcel. ¡Lo sabes!
—Fue un accidente... —replicó con suavidad, tratando de calmarla.
—Tú sabes qué pasará si levanta cargos —intentó convencerla—. No me van a dejar ir tan fácil...
Paulina se mordió el labio, porque sabía que era verdad. Con lo que pasó en los últimos dos años, arriesgarse a que Fer terminara tras las rejas era una pesadilla que no permitiría que se hiciera realidad.
—De acuerdo, esto es lo que haremos: yo seguiré atendiéndolo y tú revisa la mochila que traía —propuso a groso modo—. Quizá tenga algún teléfono o una cartera con su INE³. Así sabremos quién es y a quién debemos llamar. Después…—dudó—. Después pensaremos en algo más.
—Sí.
Fernanda salió de la habitación por segunda vez, sintiendo que necesitaba aire, aun si la lluvia todavía no cesaba Al detenerse en el umbral de la puerta, su mirada se dirigió al carro estacionado frente a la casa que compartía con Paulina.
Mareada, Fer se apoyó contra la pared, y su mano buscó un punto de anclaje, por temor a que un ataque de ansiedad se apoderara por completo de ella. Sin ser capaz de evitarlo, su respiración se tornó entrecortada, rápida, superficial, y cada intento por calmarse solo incrementó la sensación de ahogo.
Por lo que la presión en su pecho creció y no la dejaba respirar.
Desesperada, se repitió una y otra vez que todo saldría bien, aun si de alguna manera las palabras sonaron huecas.
Y se dio permiso de sentir el miedo...pero solo por diez segundos. Solo diez. No le daría más que eso.
Diez: respiró hondo, permitiéndose ser vulnerable un instante.
Nueve: se secó con rapidez las lágrimas, limpiando su rostro y, con él, un poco de su indecisión.
Ocho: se mentalizó, pensando en lo que aún quedaba por hacer, obligándose a concentrarse en los pasos que harían la diferencia.
Siete: buscó las llaves del auto en el bolsillo de su pantalón, aun si los dedos le temblaron y apenas fue capaz de controlarlos.
Seis: salió de la casa, el sonido de la lluvia se mezcló con sus pasos, dándole una sensación de movimiento que le recordó que aún le quedaba tiempo.
Cinco: avanzó rápidamente hacia el carro bajo la tormenta.
Cuatro: abrió la cajuela y buscó frenéticamente en la oscuridad.
Tres: alzó la mochila y el peso le brindó una extraña sensación de propósito.
Dos: volvió al interior de la casa, con la adrenalina empujándola a seguir avanzando, a no detenerse.
Uno: se dirigió a la recámara, donde Paulina seguía luchando, intentando salvar no solo al desconocido, sino también a ella misma.
Y el miedo se fue. O al menos fue capaz de controlarlo mejor que en otras ocasiones.
—Aquí está —anunció, arrojando la mochila sobre el suelo.
Paulina levantó la vista, esperanzada. Quizá hubiese algo útil. Tal vez su identidad, alguna pista de lo que pasó antes de que Fer lo atropellara. Al instante, su amiga se arrodilló junto a la mochila y comenzó a revisar su contenido.
Pero lo que halló no hizo más que aumentar el misterio.
En primer lugar, no había rastro de teléfono ni identificación. Lo primero que Fer tomó fue una pequeña libreta de apuntes forrada en cuero, con las esquinas desgastadas y las páginas amarillentas. La abrió, esperando hallar palabras, nombres, alguna dirección. En su lugar, solo vio docenas de símbolos que no reconoció, pues se trataba de una escritura extraña que no pertenecía a algún idioma que conociera.
El siguiente objeto fue aún más desconcertante: un estuche viejo, cerrado con un broche de metal. Fernanda deslizó el cierre, revelando una docena de pequeñas botellas de vidrio, cada una con un líquido diferente. Algunos eran transparentes, otros de tonos oscuros y ninguna tenía etiqueta.
A Paulina, sorprendida, le resultó difícil no prestar atención a las cosas sobre el suelo. Frunció el ceño, tratando de conectar alguna de las piezas del rompecabezas, sin éxito.
A su vez, Fernanda siguió buscando. Había una cantimplora antigua algo abollada, pero sin inscripciones ni marcas distintivas. También monedas de diferentes denominaciones, pero definitivamente no eran de México.
Finalmente, lo último que sacó fue ropa. No se trataban de pantalones de mezclilla ni camisetas, ni nada que ella considerara normal. Era ropa pesada, hecha de telas gruesas y colores apagados. La encontró más adecuada para un hombre que vivía en la naturaleza y enfrentaba climas extremos.
¿De qué le servirían en una zona tan urbana como la capital?
—No hay INE —dijo con exasperación, tirando la mochila a un lado—. Ningún teléfono, ni una maldita cartera. ¡Nada!
Sin detenerse ahí, guiada por la frustración, Fernanda también se animó a buscar en la ropa del tipo. De ahí obtuvo varias piedras parecidas a cuarzos, de diferentes colores y tamaños, un especie de mapa y una brújula.
La “brújula” era de un extraño diseño, con una esfera de cristal incrustada en el centro y un anillo de metal antiguo, grabado con símbolos indescifrables que bordeaban la carcasa. Al examinarla más de cerca, Fernanda notó algo desconcertante: no tenía marcados los cuatro puntos cardinales.
Ni siquiera se alineaba al norte tal cual una brújula común debería hacerlo, sino que la aguja se quedaba totalmente inmóvil. Sin importar cómo la girara o dónde la dirigiera, no reaccionaba en absoluto.
Alarmada, retrocedió un paso. ¿Qué clase de persona llevaba ese tipo de artefactos?
¿Quién rayos era este tipo y cómo terminó en Chihuahua?
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¹El protocolo ABCDE es un sistema de evaluación y tratamiento de pacientes que se compone de cinco etapas:
A: Vía aérea.
B: Respiración.
C: Circulación.
D: Estado neurológico.
E: Exposición.
Cada etapa evalúa un aspecto crucial del estado del paciente, siguiendo un orden prioritario.
²Las tijeras para trauma, también conocidas como cortes de toba, son un tipo de tijeras que utilizan los paramédicos y otro personal médico de emergencia, para cortar de forma rápida y segura la ropa de las personas lesionadas.
³En México, la credencial para votar o credencial de elector, conocida coloquialmente como INE, es un documento oficial expedido por el Instituto Nacional Electoral, que permite a los ciudadanos mexicanos mayores de edad participar en las elecciones locales y federales, además de ser el documento más aceptado como identificación oficial.
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